La herencia Borges

 

ALAN PAULS

 

La literatura argentina actual no tiene escritores borgeanos. Busquen el estilo, el tono, la prosa, el programa narrativo, los temas que hicieron célebre al maestro y no los encontrarán en ningún lado. Es una suerte que deberíamos celebrar. A fines de los años 60, cuando Borges había dejado de ser un escritor controvertido, capaz de dividir aguas con su literatura, para volverse irresistible y unánime, muchos escritores, que no eran necesariamente de derecha ni estaban ligados a la “cultura de clase” de la que Borges era de algún modo el estandarte, sembraban sus propios textos, juveniles y aun vanguardistas, con personajes que “fatigaban bibliotecas”, con “lámparas ciegas”, con ironías y erudiciones de segunda mano, semillas espontáneas de un borgismo desolador que, créase o no, también contaminaba los artículos con los que el ala más moderna y progresista del periodismo cultural de Buenos Aires exaltaba la primera configuración literaria que se daba el lujo de brillar dándole la espalda a Borges: el llamado boom de la literatura latinoamericana. Créase o no, en las páginas de la revista porteña Primera Plana, house organ oficial del movimiento, también García Márquez, Vargas Llosa o Cortázar “deparaban asombros” y jugaban a “ser otros”, macerados en las figuras retóricas más flagrantes del maestro, mientras se adherían a causas que el propio Borges solo tomaba con pinzas y dando vuelta la cara: la causa de la Revolución Cubana, por ejemplo.

     El tiempo, y quizá cierto sentido del ridículo, no perdonaron esa compulsión mimética. Por lo pronto, digamos, la desplazaron. Los tics borgeanos fueron abandonando la escritura de ficción, se replegaron en el periodismo, donde fundaron una sucursal sigilosa, que mantiene una latencia expectante y se despereza cada vez que los periódicos pretenden cierta “calidad literaria”, y terminaron por alojarse en una provincia bien específica del discurso de la crítica: la que tiene por objeto… la obra de Borges. Al parecer, ya nadie, ni los críticos más autores ―es decir: los menos susceptibles de dejarse fascinar por sus objetos, los que imponen una mirada sobre todo aquello que tocan―, puede escribir sobre Borges sin escribir al menos una frase, un párrafo, un capítulo como Borges. No sé si el fenómeno se repite en alguna otra literatura. No sé si la crítica francesa se pone valéryana cada vez que escribe sobre Valéry, si los españoles se unamunizan cuando hablan de Unamuno, si los mexicanos se rulfizan frente a la obra de Rulfo o si los ingleses se ajoycean al reflexionar sobre el Ulises. Quiero creer que sí, que un poco sí, aunque más no sea para desmentir la leyenda insidiosa que sostiene que una de las supersticiones más características de los argentinos consiste en creer que a los argentinos les suceden cosas que no le suceden a nadie. El fenómeno, de todos modos, no deja de ser perturbador, y esto por partida triple: señala, primero, el modo en que el estilo específico de un escritor ―un escritor como Borges, cuya extraordinaria iconicidad en el paisaje cultural argentino descansa mucho más en el aura pop de su figura, en las seducciones de su personaje público, que en su escritura o su obra literarias, cuyas condiciones de asimilación siguen siendo de una exigencia que sobrepasa las que pueden proporcionar el mercado o los medios―, el fenómeno señala, decía, el modo en que un estilo literario singular, con sus arabescos, sus señas de identidad, sus idiotismos, puede llegar a ocupar el lugar de ideal lingüístico de una institución, la prensa escrita, que se define básicamente por producir enunciados-standard; segundo, en un nivel quizás un poco más teórico, esos espasmos de borgismo que sacuden sin remedio a la crítica de Borges ponen el dedo en la llaga, en el punto verdaderamente crítico de toda relación crítica, en la medida en que dramatizan esa zona de zozobra donde se abole una distancia ―factor crucial de toda lectura―y la voluntad de dar sentido, descifrar y conectar parece sucumbir a la alienación de un hechizo; el borgismo de la crítica de Borges, por fin, quizá sea síntoma, también, del tipo de influencia que los escritores que acceden al panteón de la unanimidad ejercen de algún modo sobre sus lectores especializados cuando los empujan a rendirse a sus pies de la manera más humillante posible: reproduciendo las mismas estrategias retóricas que deberían ocuparse de poner al desnudo.     

     Hay que decir que, en ese sentido, como en muchos otros ―mal que les pese a sus detractores―, Borges es indestructible. Solo que su indestructibilidad ―como su idea de la literatura― está marcada por el signo inestable de la paradoja. No hay en toda la literatura argentina una prosa menos neutra que la de Borges; una prosa más marcada, más gráfica, más idiosincrásica; es decir: más fácilmente copiable. Y no hay prosa que sea más rápida y despiadada a la hora de reducir a cenizas los ecos que despierta. A diferencia de Kafka o de Flaubert, cuyas escrituras invisibles, casi clandestinas, admiraba, Borges no es un escritor inimitable; es diestro, virtuoso, opulento; todos sus tics están ahí, a la vista, ostensibles, ofrecidos a un uso que no se ve obligado a hurgar ni infringir nada para hacerlos suyos. Pero en esa disponibilidad está justamente la trampa, la clave de la autoinmunidad del sistema Borges. Porque es cierto que el tic borgeano viaja plácidamente del original a la copia. El problema es que jamás se deja asimilar: se mantiene intacto, idéntico, demasiado brillante, como era de esperar, para el contexto al que ha sido deportado, y se delata siempre hasta el escándalo, igual que el brillo, mucho más que el precio, delata a una joya robada en el aguantadero sórdido donde la esconden sus ladrones. Al revés que las de Kafka o Flaubert, que fundan su fuerza en dos principios de refracción, el asordinamiento y la impersonalidad, la escritura de Borges resplandece, se pavonea, parece incluso reclamar siempre un espejo. Lo que no hace es dejarse reducir ―en el sentido más delictivo de la palabra―. No se imita a Borges a medias sino por completo, y esa exigencia obliga a pagar un precio altísimo: el precio que no pueden no desembolsar sus imitadores cuando descubren hasta qué punto eso que imitaron, ya en su poder, sigue siendo ajeno, es más ajeno que nunca y se resiste a cualquier apropiación; cuando descubren hasta qué punto les resultará imposible colocarlo en el mercado ―que lo reconocerá antes incluso de tasarlo― y cuán condenados están, por lo tanto, al ridículo de una fruición de coleccionistas, ensimismada y estéril. Así, la imitabilidad de Borges es a la vez el factor que induce a la imitación y el que frustra, o pone en ridículo, cualquier tentativa de imitarlo; es el veneno y el remedio, la trampa y la liberación, la promesa y el desengaño. Copiar a Borges es un juego de niños; lo que es imposible, siempre, es ocultar la copia. Así, pues, la prosa de Borges nunca hace valer tanto su soberanía como cuando se entrega a los brazos de sus expropiadores. “Tómenme sin miedo”, parece decir: “seguiré siendo Borges dondequiera que me lleven, no importa lo que hagan conmigo”. Es la paradoja suprema: el valor del original nunca destella tanto como cuando se deja arrebatar por el trance de la reproducción.

     ¿Querrá decir, pues, que no hay herencia borgeana? ¿Que a veinte años de su muerte las huellas de Borges se han evaporado de la literatura argentina? Yo diría que no. Diría incluso que todo lo contrario. En tanto que escritor argentino, a esta altura del partido, tiendo a imaginar a Borges menos como un escritor, menos incluso como una obra, que como una literatura entera, una literatura que fuera tan institucional, tan programática y al mismo tiempo tan imperceptible como una lengua materna, de la que probablemente ya no seamos conscientes cuando hablamos pero cuyas reglas ejecutamos, malogramos o traicionamos cada vez que abrimos la boca. Quiero decir: ya no podemos pensar a Borges como la parte de un todo, la parte decisiva, capital, imprescindible, de ese todo que sería la literatura argentina. Borges ya es ese todo. En una torsión lógica que sin duda no le habría disgustado, puesto que anima muchas de sus mejores ficciones, Borges es sinónimo del todo al que debería pertenecer si no fuera más que una parte, una fundamental, pero una de tantas, porque así como está la “parte Borges” está también la “parte Sarmiento”, la “parte Lugones”, la “parte Cortázar”, la “parte Manuel Puig”. Esa transformación singular ―la parte que se vuelve todo, la relación de pertenencia que pasa a ser relación de identidad― no es algo que suceda con frecuencia en una literatura, y quizá también describa con propiedad, sin renunciar a la perplejidad que inspira, la extraña clase de fenómeno que es un escritor clásico. Un clásico, podríamos decir, es un escritor que es la literatura a la que debería pertenecer. Borges es un clásico, nuestro clásico, el escritor clásico de la literatura argentina. En ese sentido, Borges es la literatura argentina.

     Pero las cosas, naturalmente, nunca son tan simples. Porque si los escritores argentinos sabemos, o en todo caso creemos saber, qué es un clásico, qué lo define, cómo se lo reconoce, qué efectos produce, es fundamentalmente gracias a Borges. Quiero decir: Borges no es sólo un espécimen de clásico, quizás el máximo de toda la literatura argentina; en rigor, Borges es el escritor que define la categoría de clásico de la que él mismo constituye el espécimen unánime. Borges es a la vez el ejemplo y la teoría a la que el ejemplo debe su existencia –él mismo en primer lugar, pero también Sarmiento, Lugones, Cortázar, Puig, cualquier otro. Porque la literatura de Borges ya es “todo para todos”, según la exaltación bíblica que él mismo usó alguna vez para describir la polivalencia ―el papel de clásico― del Martín Fierro de José Hernández en la cultura argentina. A lo largo de casi un siglo, en efecto, Borges ha sido, sucesiva y simultáneamente, el escritor nacional por excelencia y el emblema de la extranjería más recalcitrante, ha sido la versión sofisticada del populismo urbano y el portavoz de la abstracción y la metafísica, ha hecho hablar como nadie a lo local y ha redefinido la universalidad literaria, ha sido popular y culto, provinciano y cosmopolita, reaccionario y revolucionario, antiguo y moderno, moderno y posmoderno. Borges ha sido el principio de todo y también el fin. Nada de la literatura le es ajeno, y mucho menos aquello que pretende ignorarlo, negarlo o sustraerse a su influencia. No hay un afuera de Borges (como alguna vez, recordarán los lectores, no hubo un afuera del marxismo ni un afuera del psicoanálisis, por mencionar dos disciplinas-ventosa de las que le gustaba mucho mofarse), y eso es lo que en el fondo enfurece tanto a sus detractores, si es que todavía queda alguno que no haya capitulado: no su condición paradigmática, ni su “intelectualismo”, ni la “falta de vida” de su literatura, ni su apuesta por el fundamento autorreferencial de la ficción, ni su estética del asombro, ni su regresismo político, sino el hecho absolutamente radical de haberlo pensado todo. No importa lo que hagamos en tanto que escritores ―prosa, verso, relato “puro”, narración reflexiva, autoficción, ensayo narrativo, ficción documentada―, no importa si militamos por el género o el transgénero, la contemporaneidad o el anacronismo, la inteligencia o la estupidez, el sentido pleno o el nonsense, el pastiche o la invención, siempre tropezamos con Borges. Quiero decir: cualquier idea sobre la literatura que conciba o practique un escritor argentino se mueve en un campo de problemas, disyuntivas y enigmas que la literatura de Borges delimitó, organizó y, a su manera, “solucionó” ―esas “soluciones” configuran de algún modo la obra borgeana―, y del que incluso previó las incertidumbres con las que desvelaría a las generaciones futuras, borgeanas o no. No somos borgeanos sólo porque cada vez que escribimos sobre él no podemos evitar escribir como él. Somos borgeanos porque cualquier decisión literaria que tomemos, por anómala o salvaje que sea, ya está inscripta de algún modo ―como problema, como excentricidad demente, incluso como pesadilla― en el horizonte que Borges trazó.

     Ahora bien. Si es así, ¿por qué esa inclusividad absoluta es todo lo contrario de una opresión? ¿Por qué aceptar que Borges es efectivamente esa especie de interior total no nos exige ninguna resignación, no implica capitular ante la tristeza del “ya todo ha sido hecho”, tema que, por otra parte, es cien por cien borgeano? ¿Cómo es posible que un escritor tan previsor, tan clarividente, ejerza sobre su posteridad, sobre nosotros ―escritores argentinos que escribimos después de él, a la sombra de sus libros, podríamos decir― un efecto no de captura, de sojuzgamiento, de inhibición, sino un efecto permisivo, de tolerancia y autorización? ¿Qué clase de clásico es Borges, que parece reinar sobre todo pero no obligarnos a nada, que lega pero no extorsiona, que está en todas partes pero no es dueño de ninguna? Hay alguna pista, creo, en la noción borgeana de clásico. En la noción tardía, digamos: la que Borges pone a punto en ‘Sobre los clásicos’, un ensayito de 1965 que cambia por completo no solo el sentido sino las coordenadas, bien tradicionales, bien clásicas, podríamos decir, con las que el autor había pensado el concepto a principios de los 30, en ‘La postulación de la realidad’, por ejemplo, cuando sostenía que un clásico era un escritor cuya obra exhibe ciertos rasgos internos más o menos constantes, más o menos característicos ―el rechazo de la expresividad, la confianza en el valor de la omisión, el gusto por el disimulo y la abstracción, la tendencia a concentrar grandes densidades significativas en unos pocos detalles circunstanciales―, rasgos que le permiten distinguirla, por ejemplo, de una obra “romántica”.

     Para el Borges del 65, todo ha cambiado. El clásico es otro: ya no hay rasgos, ni marcas internas, ni atributos identificables que lo definan ―nada “propio” que merezca la sanción de una taxonomía―. Para que haya clásico ya ni siquiera parece hacer falta la figura del escritor o su nombre propio, borrados como han sido por una ráfaga de anonimato que señala la nueva dirección en la que debe ser planteado el problema. La cuestión del clásico, ahora, ya no es una cuestión de autores, ni de obras, ni de procedimientos; es un problema de usos. Un clásico, dice Borges, es eso que “una nación, o un grupo de naciones, o el tiempo, han decidido leer como si en sus páginas todo fuera deliberado, fatal, profundo como el cosmos y susceptible de interpretaciones infinitas”.

     Borges, digamos, ha deportado la cuestión; ha liberado la condición clásica del cepo de la obra, de lo endógeno, del terreno solipsista del capital y el patrimonio (¿que debe tener un libro para ser un clásico?), y la ha arrojado a un campo exterior, una intemperie, un puro afuera poblado de otros, de miradas, deseos y voluntades desconocidas (¿qué es lo que hay que hacer para transformar un libro en un clásico?). No es en las marcas propias, objetivas, de un libro ―orden, equilibrio, transparencia, etc.―, donde aparece la condición clásica. Es más bien en la relación siempre incierta, dinámica, expuesta a toda clase de encuentros, pero también de malentendidos, abusos y violencias, que se establece entre un escritor, una obra, una literatura y sus contextos; en los modos en que una cultura lee y se apropia y asigna valor a lo que lee. “Clásico”, pues, es para Borges un episodio, crucial, pero uno más, de la historia del valor. Solo que esa historia es radicalmente heterónoma; los que la escriben no son los escritores: son los lectores.

     Quizás ése sea el secreto del extraño desapego, por no decir la benevolencia, con el que se ejerce el despotismo borgeano: haber cambiado el centro de gravedad de la literatura; haber hecho pasar el poder, el sentido y el valor literarios del campo del escritor (del campo de la obra) al campo del lector (el campo del uso y la lectura), y haber hecho de ese desplazamiento de centro de gravedad no sólo el objeto de una reflexión, el eje de una determinada política literaria, sino el problema capital de su propia poética. Es cierto que Borges pensó toda la literatura y que la pensó para extenuarla, como quien piensa un objeto filosófico. Pensó su funcionamiento, su lógica, su modo peculiar de trabajar y ser trabajada. Pensó cuándo hay literatura, qué relación mantienen la literatura y el lenguaje, cómo interviene la literatura en el mundo, cómo se articulan literatura y vida y qué clase de temporalidad implica esa articulación. (Por eso leer a Borges es de algún modo enfrentarse con todos los problemas de una “filosofía de la literatura”.) Pero de todo ese todo, Borges pensó, antes que nada, esto: qué se puede hacer con la literatura. Es decir: pensó toda la literatura desde la perspectiva del lector, y desde esa misma perspectiva ―perspectiva de usuario, no de productor; perspectiva de posproductor―, desde esa misma perspectiva, digo, fabricó la suya.

     Sería largo recapitular las alabanzas explícitas que Borges dedicó a la lectura a lo largo de su obra; sería además un error, porque reduciría el papel de la lectura a una dimensión biográfica de la que conocemos bien las etapas: Borges lector precocísimo, Borges sustituyendo el mundo por los libros, Borges que, recién salido de la consulta con su oftalmólogo, que le aconseja administrar con prudencia sus ojos si no quiere acelerar el deterioro que empieza a amenazarlos, toma un tranvía y se quema los párpados leyendo la Divina Comedia a la luz criminal de las siete de la tarde. O sería reducir la lectura a una función puramente temática, similar, en ese sentido, a la función que cumplen los duelos, las deudas, los laberintos, las bibliotecas. Es cierto que la lectura es el centro dramático de muchas de sus narraciones. De hecho, ¿cuántos relatos de Borges se disparan, zozobran, precipitan, se hunden en el desastre o se abren a otro mundo gracias a la escena, la escena simple y aparentemente inocua en que un personaje posa sus ojos sobre una página y se pone a leer? Erik Lönnrot, Juan Dahlmann, el narrador de ‘La forma de la espada’, el Recabarren de ‘El fin’, el Otálora de ‘El muerto’: los personajes más emblemáticos de Borges parecen compartir todos un mismo destino: viven, atraviesan una serie de acontecimientos o asisten a su relato sumidos en una cierta pasividad, un poco como autómatas, sin comprender del todo la experiencia que les ha tocado en suerte, y postergan la comprensión hasta el final, hasta ese momento último, decisivo, casi en el borde mismo de la ficción, como caído del relato, en el que recapitulan todo por primera vez; releen el pasado y, arrancándolo del caos atónito que era, le inyectan un sentido brutal, demasiado intenso para durar más que lo que dura un cuento.

     Solo que antes que un tema, la lectura en Borges es un programa de pragmática literaria. Es decir, básicamente: un modus operandi. No hay casi personajes de escritores en las ficciones de Borges, y cuando los hay, como en el caso de Carlos Argentino Daneri, el antihéroe lamentable de ‘El Aleph’, son patéticos, débiles, el colmo de la pomposidad y la inoperancia. Los lectores, en cambio, parecen investidos de un extraño poder: son activos, tienen iniciativa, intervienen. Los lectores, en Borges, hacen todo lo que no hacen los escritores. De modo que la gran pregunta borgeana, la pregunta que recorre toda su obra ―obra de estilista, de escritor virtuoso, lleno de recursos, riquísimo en capital técnico― no es, como se esperaría, ¿cuál es el poder de la literatura?, sino ¿qué puede un lector? Y la respuesta es: todo. El lector, según Borges, lo puede todo. A diferencia del escritor, que está siempre adentro de algo, anclado ―lo quiera o no― en una tradición, comprometido con un oficio, y es responsable del savoir faire que detenta, el lector es un outsider: está siempre afuera, del otro lado, en una suerte de tierra de nadie flotante y ubicua que le permite ir y venir, vagabundear, saltar, jugar a dos, a tres, a múltiples puntas, inventar atajos para poner en relación cosas remotas, contrabandear, llevar el polen que recolectan de un libro a otro, como las abejas, y distraerse en fecundaciones arbitrarias… Eso explica por qué la premisa borgeana más conocida ―“Ya todo está escrito: el mundo tiene la estructura de una enciclopedia, una biblioteca, un archivo”― nunca inspira desolación sino entusiasmo, desafío, incluso una euforia extraña, emancipadora. “Si todo está escrito”, así piensa el lector borgeano, “es hora de hacer otra cosa. O más bien es hora de cambiar el sentido del hacer en literatura. Pasar del hacer en al hacer con”.

     Hacer algo con la literatura es al mismo tiempo mucho más y mucho menos que escribir. Hay allí un corte, un cambio de plano, un salto de dimensión que no se dejan confundir con una ejemplaridad formal, una enseñanza de escritura o una pedagogía estilística. Es algo más bien ligero, limpio y rápido, que tiene la eficacia de una caja de herramientas y la velocidad de un manual de instrucciones infalible. Un ejemplo de ese modus operandi borgeano es ‘El acercamiento a Almotásim’, una pequeña noticia bibliográfica que Borges publica a mediados de los 30 al final de Historia de la eternidad, un libro de ensayos. La nota, que pasa por ser una más de las muchas reseñas de libros que Borges publica por entonces, respeta todas las reglas de construcción de la buena reseña bibliográfica: presentación del libro y del autor, descripción de sus repercusiones, resumen del argumento, comprensión del tema, valoración, afinidades literarias con otras obras, etc. Solo que tanto el libro del que se ocupa (llamado El acercamiento a Almotásim) como su autor, el indio Mir Bahadur Alí, no existen, son apócrifos, tan apócrifos como el entusiasmo del prólogo que lo inaugura, escrito por Borges pero que Borges hace firmar, con todo, por una escritora de verdad, Dorothy L. Sayers. Por más que nos inquiete y nos haga vacilar, todo esto ―el apócrifo, el parasitismo como modus vivendi de la ficción, el comentario que funda el original que comenta, el juego con las convenciones del género, etc.― sigue siendo interno, sigue desplegándose “adentro”, sigue siendo un modo de hacer en la literatura ―un modo que la posteridad de Borges, por otra parte, retomó y cultivó después hasta el hartazgo, casi tanto como las hipálages, los adverbios como encabezamiento de frase y las proezas elípticas―. Lo importante, aquí, es que Borges, además de escribir esa nota menor, casi insignificante, protocolar hasta el burocratismo, es el primero en leerla, y el resultado de esa lectura es al menos tan poderoso como el de la escritura. Porque leerla es decidir cuál es el contexto que la definirá. Leer un texto como ‘El acercamiento a Almotásim’ es implantarlo en el tipo de libro (un libro de ensayos) y en la sección (dos notas) que deciden cómo habrá de ser leído.

     De hecho, cinco años después, con la misma hiperconciencia contextual que desplegará cuando le toque reimprimir cada uno de sus libros u organizar sus obras completas, Borges se relee y decide incluir la nota ‘El acercamiento a Almotásim’ en otro libro, El jardín de senderos que se bifurcan, su primer volumen de cuentos. En otras palabras: siete años después, Borges publica como ficción el texto que alguna vez publicó como ensayo. No le toca una coma, no cambia palabras, no altera el orden del original. Pero ¿es el mismo texto? La reedición, operación a simple vista administrativa, es decir exterior a la escritura y por lo tanto accidental, contingente, preserva el texto y a la vez lo afecta sin remedio; transforma su identidad, su naturaleza, su estatuto, sin siquiera rozarlo, simplemente releyéndolo, es decir: operando sobre su contexto, sobre su marco, sobre las condiciones en las que se presenta ante el lector y el horizonte contra el cual es preciso leerlo. ¿Qué es, pues, ‘El acercamiento a Almotásim’? ¿Noticia bibliográfica o relato? No hay respuesta. No podría haber respuesta. Porque en el sistema Borges la respuesta es móvil, zigzagueante, y está siempre sobredeterminada, en la medida en que la identidad de lo escrito no se define por una serie de atributos propios, enumerables, localizables, sino por la relación de aventura que establece con los medioambientes en los que le toca o lo forzamos a aparecer. Así, el escritor según Borges no es solo, no es exactamente alguien que trabaja con palabras, con frases, con historias, con músicas verbales, sino alguien que domina un arte más frío, más incoloro, más conceptual: el arte de intervenir contextos. Un arte no muy distinto, quizá, del que Marcel Duchamp concibió a mediados de la segunda década del siglo XX, cuando hizo entrar un urinario en la institución artística, inventó el ready-made e imaginó que el arte podía ser ―son sus propias palabras― una experiencia “no retiniana”.  

     Es este Borges no retiniano el que hace de la literatura una cosa mentale y nos promueve, escritores argentinos que venimos después, que llegamos tarde, al rango poderoso de lectores; es este Borges, no el estilista supremo, no el dueño de la lengua, el que, a la vez influyente y benévolo, no tiene otro legado que las condiciones de nuestra propia emancipación. Es el Borges que nos permitió, allá por principios de los años 50, resolver con un solo pase de magia ―el mismo pase en el que descansa la vertiginosa doble vida de ‘El acercamiento a Almotásim’, el mismo al que recurre Pierre Menard para acceder a la gloria con una obra “invisible”, la copia textual, letra por letra, de tres capítulos de El Quijote ―el que nos permitió, decía, resolver el drama que llevaba más de medio siglo desvelándonos: ¿qué es, cómo se es, en qué consiste un escritor argentino?―. Borges da su respuesta en una conferencia titulada ‘El escritor argentino y la tradición’. Uno por uno, todos los argumentos que la literatura dio y se dio hasta mediados del siglo XX para trenzarse en una relación convincente con la nacionalidad enmudecen ante el razonamiento borgeano. No, no se es argentino cultivando el color local, ni preservando con uñas y dientes las raíces y tradiciones populares, ni esforzándose por representar las esencias de la nación, ni protegiendo “lo propio” del contagio de lo extranjero. Una vez más, no es una “propiedad”, cualquiera sea, la que define el ser argentino del escritor argentino. Es más bien algo tan precario y relativo como una posición: un lugar menor, exterior, excéntrico, incluso exótico, que a decir verdad no tiene nada propio ―nada que no sea el lujo de esa misma exterioridad―. El escritor argentino ―como el escritor irlandés o el judío, dice Borges, y nosotros podríamos agregar: como ese héroe ectópico que es todo lector― el escritor argentino es argentino en la medida en que está fuera de lugar, desubicado, caído ―como quien dice― del mapa: es argentino porque es periférico. Y en el ecosistema del periférico, todas las culturas ―pero sobre todo las culturas mayores, dominantes: las culturas con mayúsculas― pueden ser “todo para todos”; es decir, pueden ser leídas una y mil veces, de una y mil maneras, sometidas a proceso, desfiguradas, intervenidas… Si hubiéramos incorporado esa posición fronteriza como un trauma, un handicap, una condena, los escritores argentinos habríamos naufragado en la traducción, el epigonismo, la proclama patriótica o cualquiera de las mil tristezas que acechan a una literatura acomplejada. La tomamos, en cambio, como Borges ―el soberano que se negó a ser amo― sugirió que la tomáramos: como un privilegio, una potencia, un horizonte de posibilidades―. Si podemos escribir a partir de Borges ―si no somos escritores borgeanos― es porque Borges, en rigor, no nos enseñó a escribir sino a leer; nos enseñó que el que puede pararse ante la literatura como un lector puede escribirlo todo.

 

    

 

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