La IA quiere nuestra agua

 

FRIDERIKE ROHDE Y PAZ PEÑA

 

BERLÍN/SANTIAGO–. La IA suele presentarse como el presagio de un futuro próspero y más eficiente. Pero las máquinas que impulsan esta revolución dependen de un recurso mucho más antiguo —y mucho más disputado— que los datos o la electricidad: el agua.

     Philippe Aghiony otros consideran que la tecnología tiene un gran potencial para impulsar la productividad sin perjudicar el empleo.

     Como deja claro el reciente Atlas del Agua de la Fundación Heinrich Böll, el rápido crecimiento de la IA está agotando las reservas locales de agua en todo el mundo, desde Chile, azotado por la sequía, hasta Sudáfrica. Su huella física refleja una nueva forma de extracción colonial; en lugar de plata y soja, ahora es el agua de refrigeración la que mantiene en funcionamiento la economía digital.

Si bien el debate sobre el consumo energético de la IA se centra en la energía necesaria para entrenar y operar grandes modelos de lenguaje, a menudo se pasa por alto la enorme cantidad de agua necesaria para refrigerar los centros de datos, por no hablar del agua utilizada en la producción de energía y la fabricación de hardware.

     ChatGPT es un ejemplo paradigmático. El entrenamiento de GPT-3 requirió aproximadamente 700 000 litros de agua solo para refrigeración. Un estudio de Greenpeace estima que los centros de datos consumirán 664 000 millones de litros anuales para 2030, en comparación con los 239 000 millones de litros previstos para 2024.

     Los beneficios de la IA se concentran en el Norte Global, pero sus costos ambientales recaen cada vez más sobre el Sur Global. En 2023, estallaron protestas masivas en Uruguay contra la propuesta de un centro de datos de Google, mientras el país sufría la peor sequía en 70 años. Con los embalses casi secos, las autoridades comenzaron a bombear agua salobre del estuario del Río de la Plata a los sistemas públicos, otorgando a Google permisos para extraer agua de las reservas restantes de agua dulce, incluso cuando las familias trabajadoras hervían agua salada del grifo para beber.

     Un conflicto similar se ha desarrollado en Chile, uno de los países más propensos a la sequía en América Latina. En el distrito de Cerrillos, en Santiago, se proyectaba que un centro de datos de Google consumiría 7.6 millones de litros dea agua al dia, lo que equivale aproximadamente al consumo anual de toda la comunidad. En respuesta, activistas del grupo local MOSACAT lanzaron una campaña legal y política que forzó el rediseño del sistema de refrigeración y una nueva evaluación ambiental.

     Estas luchas comunitarias ponen de manifiesto un patrón recurrente: las corporaciones y los gobiernos presentan los centros de datos como motores de modernización, minimizando sus costos ambientales. En la región mexicana de Querétaro, donde las comunidades rurales e indígenas ya sufren una grave escasez de agua, los problemas van mucho más allá del agotamiento del recurso: las emisiones de diésel de los generadores de respaldo provocan contaminación atmosférica y acústica; los desechos electrónicos importados del Norte Global se siguen acumulando; y la creciente demanda de terrenos, viviendas y electricidad está elevando los costos y sobrecargando la infraestructura local.

     La regulación ha tenido poco efecto para frenar esta expansión o mejorar los estándares ambientales. Si bien la Ley de IA de la Unión Europea de 2024 exige transparencia en la demanda energética y la potencia informática, no menciona el uso del agua. Incluso la Directiva de Eficiencia Energetica, que obliga a los centros de datos a informar sobre su consumo de agua, solo se aplica a las instalaciones de datos dentro de la UE. Además, informar no equivale a reformar: la eficiencia —limitada por la tecnología y la paradoja de Jevons (que se produce cuando una mayor eficiencia aumenta la demanda de un recurso)— con demasiada frecuencia desvía la atención de la cuestión fundamental de la suficiencia.

     Al mismo tiempo, muchas economías en desarrollo compiten por la inversión tecnológica ofreciendo generosos incentivos fiscales y agilizando los permisos ambientales con una supervisión mínima. Los gobiernos suelen presentar esto como un avance hacia la soberanía de los datos, pero en última instancia, el poder reside en las grandes tecnológicas. Además, contrariamente a las promesas oficiales, los centros de datos generan pocos empleos y las desigualdades estructurales siguen obstaculizando el crecimiento de las industrias locales de IA. Por ejemplo, las críticas a la política de centros de datos de Brasil destacansu enfoque en atraer a grandes empresas tecnológicas, descuidando la competencia leal para las empresas nacionales.

     Las evaluaciones de impacto ambiental representan otro punto débil. Diversos estudios demuestran que con frecuencia son incompletas, inexactas o se ocultan al escrutinio público. En Chile, los reguladores aprobaron el proyecto de Google a pesar de los problemas sin resolver relacionados con los derechos sobre el agua subterránea. En México, los activistas pasaron meses luchando por acceder a los documentos sobre el uso del agua. Y en Sudáfrica y Brasil, las empresas suelen negociar directamente con los ministerios nacionales, obviando por completo a las autoridades locales.

     Todo esto plantea una pregunta crucial: ¿Quién tiene voz y voto cuando el crecimiento digital depende de los recursos hídricos locales? Al igual que sus beneficios, los riesgos de la IA se distribuyen de forma desigual. Para muchas comunidades latinoamericanas y africanas, la oposición a los centros de datos no es un rechazo al progreso, sino un intento de redefinirlo. Su defensa de las reservas hídricas cuestiona la fantasía de una expansión digital infinita en un      mundo de recursos finitos.

     El problema no reside en la innovación, sino en la distribución. Ya existen sistemas de refrigeración sostenibles que utilizan agua reciclada, agua salina y agua de lluvia, y los sistemas basados ​​en aire y la recuperación de calor pueden reducir aún más el consumo de agua dulce. Sin embargo, las empresas tienen pocos incentivos para adoptar estas alternativas cuando el agua es barata, no está regulada y no se refleja en sus balances. Otro problema, más profundo, radica en la propia naturaleza de la IA: su capacidad de cómputo intensivo exige un consumo de agua cada vez mayor.

     Para afrontar estos desafíos es necesario conciliar la ambición tecnológica con la realidad de las crecientes crisis climáticas y ecológicas actuales. De lo contrario, el crecimiento descontrolado de la IA corre el riesgo de convertir las regiones con escasez de agua en zonas de sacrifio.

     Esta tarea —la de forjar un futuro tecnológico humano y sostenible— no es algo que los individuos y las comunidades puedan lograr por sí solos. Los líderes políticos deben tomar medidas urgentes para democratizar la toma de decisiones, garantizar la rendición de cuentas y alinear la innovación tecnológica con los límites planetarios.

 

6 noviembre 2025

project-syndicate.org

 

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