La guerra civil (1936-1939)

 

PIERRE VILAR

[Frontignan, 3 de mayo 1906 – Donapaleu, 7 de agosto 2003]

 

DEL PRONUNCIAMIENTO A LA GUERRA CIVIL

¿«Pronunciamiento»? ¡No! «Alzamiento nacional», dice el régimen franquista al calificar sus orígenes. Sin embargo, ¡qué tipo tan perfecto de pronunciamiento el del 18 de julio!

     Desde hacía meses conspiraban los oficiales. Su jefe es el responsable exilado del último complot, Sanjurjo, coligado con un político, Calvo Sotelo. Tienen contactos en las guarniciones, en los partidos y en el extranjero (Alemania, Italia e incluso Inglaterra). Deben lanzarse en mayo, luego se deja para fines de julio, y al fin deciden aprovechar el efecto moral producido por la muerte de Calvo Sotelo. El día 17 da la señal el ejército de Marruecos, instrumento seguro; el 18, los generales en desgracia, Goded en Baleares y Franco en Canarias, toman sus medidas locales y luego se incorporan a los puntos sensibles, el primero a Barcelona y el segundo a Marruecos. Ese día «se pronuncian» todas las guarniciones, salen a la calle y proclaman el «estado de guerra». Si se prevé poca resistencia, la autoridad civil «cede a la fuerza»; si se prevé mucha, los militares se encuentran más divididos y algunos solo se incorporan bajo la amenaza; la suerte da vueltas en un juego de azar. En Sevilla, Queipo de Llano se gana la guarnición mediante una tragicomedia, y luego aplasta los arrabales. En Málaga, triunfa la energía del gobernador civil. En Aragón, la policía asegura la victoria del «Movimiento»; en Barcelona, la guardia civil permanece junto al gobierno. En los casos desesperados prevalece la tradición defensiva: se finge fidelidad para ganar tiempo y armas, y luego se sostiene el asedio con encarnizamiento; así ocurre en Madrid con el cuartel de la Montaña, en el alcázar de Toledo, o en Oviedo con el coronel Aranda.

     Todo esto pertenece aún al siglo XIX. Solo en la medida en que el pronunciamiento, técnicamente logrado, fracasa políticamente en las partes vitales del país, va a significar su transformación en revolución y guerra civil.

    En efecto, el golpe de Estado triunfó, en el sentido de que privó a la República de casi todos sus cuadros militares; jamás gobierno alguno resistió en el siglo XIX un caso semejante. Pero el golpe de Estado fracasó en el sentido de que el ejército no reconstituyó los poderes sino sobre una parte restringida del territorio; en las otras partes fue desarmado por la población y el gobierno no se consideró vencido, a pesar de la destrucción del instrumento militar. Aquí es donde se producen los grandes cambios. Lo mismo que el parlamentarismo de 1932 no había podido gobernar sin las masas, el pronunciamiento no pudo imponerse contra ellas.

     Por primera vez el Ejército son también los soldados, en Madrid, Valencia y Barcelona los soldados se pasan, en cuanto pueden, al lado del pueblo. Y en los cuatro quintos de las unidades de la marina, los marineros y suboficiales ejecutan y reemplazan a sus jefes sublevados. Por otra parte, el pueblo no es una vaga muchedumbre: partidos, sindicatos, «juventudes» dan los cuadros de los combatientes populares en cuanto el gobierno acepta apoyarse en ellos. A partir de ese momento, la fuerza de los jefes militares tiene un contrapeso. Por añadidura, los bloques regionales se definen contra el pronunciamiento: efecto de los «nacionalismos» vasco y catalán. Por último, el Gobierno encuentra el apoyo (por lo menos moral) de capas sociales medias, más numerosas que en el siglo XIX, porque tiene con él la legalidad, y contra él la «España negra» de los sacerdotes y de los generales, vieja pesadilla del liberalismo.  

     Esta «España negra» no es ya la masa; sin embargo, esta no ha desaparecido. El general Mola moviliza al viejo carlismo. Los conventos dan asilo a los insurrectos y predican «la cruzada». Los partidos de derecha están dispuestos a recuperar sus posiciones del «bienio negro». Sus juventudes, decepcionadas por Gil Robles, pasan a los grupos fascistas. Esta vez, no se trata de una lucha superficial entre pequeñas minorías. Una guerra civil ha comenzado.     

    

LAS OPERACIONES MILITARES

Desde los días 20-21 de julio se perfilaba ya una división militar y geográfica, que era favorable al Gobierno. Aparte de Marruecos y las islas, los insurgentes solo tenían las montañas de Aragón, Navarra, Galicia y la meseta de Castilla la Vieja, con una punta en el sur hasta Cáceres; y, por último, la costa andaluza de Algeciras a Huelva. ¿Qué trozos del territorio así repartido podrían reunirse primeramente? Ese fue el objeto, en primer término, de las operaciones militares.

     Batalla por los enlaces. La zona sublevada de Navarra y Castilla podía sostener una guerra de tipo carlista, pero la decisión dependía de las tropas de choque marroquíes. Ahora bien, la marina, que había resistido al movimiento, cerraba el paso del estrecho. Aquí fue donde Franco (convertido en jefe de la zona sur por la muerte accidental de Sanjurjo) encontró apoyos exteriores. Pudo comprar aviones de transporte; en Tánger se regateó el avituallamiento de la flota gubernamental y los bombarderos italianos la dispersaron en el momento oportuno. Algunos transportes por aire y un desembarco en Algeciras resolvieron el gran problema de Franco. El 14 de agosto, la columna marroquí de Yagüe estaba ya en Badajoz, donde el combate terminó en matanza: la unión sur-norte estaba asegurada. Durante ese tiempo Mola, en el norte, había atacado Irún, cuya toma, el 15 de septiembre, aisló a la zona vasco-asturiana. Faltos de un instrumento de choque, los republicanos habían perdido su primera posibilidad, que hubiera sido mantener disociado al adversario.

     Batallas por Madrid. Tener Madrid podía significar la victoria. Yagüe comenzó la marcha de aproximación desde que liberó el alcázar de Toledo (27 de septiembre). A fines de octubre Madrid estaba cercado por tres lados; el 6 de noviembre el Gobierno abandonó la capital; el 7 los moros llegan a los puentes del Manzanares; el 9 es el asalto general. Sorpresa: el asalto fracasa. Los refuerzos han llegado de todas partes. Las brigadas internacionales han aportado a la defensa la experiencia de los combatientes del 14. El frente se estabiliza. Otros dos intentos fracasarán igualmente: en febrero, un ataque sobre el Jarama (combinado con una ofensiva italiana, que triunfa, sobre Málaga), luego una tentativa motorizada hacia Guadalajara que desbarató un contraataque. A partir de ahora, Madrid ya no será atacado.

     Reducción de los frentes cercados. La ofensiva contra la zona vasco-asturiana comenzó el 31 de marzo de 1937 y se caracterizó por nuevas experiencias: bombardeos aéreos en masa de Durango y Guernica, ineficacia del cinturón fortificado de Bilbao, que cayó el 19 de junio. Los republicanos reaccionaron con operaciones de diversión: sobre Brunete (cerca de Madrid, del 5 al 24 de julio), sobre Belchite (Aragón, 3 de septiembre); en agosto, los italianos tomaron Santander. Asturias cae en octubre. El gobierno solo tiene la tercera parte del territorio, pero hay en él la mitad de la población. Sus dificultades económicas van a aumentar, aunque la guerra sigue siendo posible.

     Batallas de Aragón. El final de 1937 se señala por un gran esfuerzo republicano: la toma de Teruel retrasa hasta marzo de 1938 una gran ofensiva franquista para aislar Cataluña y cortar Madrid del mar. No obstante, en el mes de abril, se logra el primero de estos objetivos: Cataluña queda separada de Valencia cerca del delta del Ebro. En mayo y junio la marcha sobre Valencia rebasa Castellón, pero se detiene bruscamente el 24 de julio, cuando el ejército gubernamental toma la ofensiva en el Ebro. Todo el verano transcurre en una batalla de desgaste y de artillería que, por primera vez, recuerda a 1914, y que quema al ejército republicano de Cataluña (ocho mil bajas, según se dice). En noviembre, luchando palmo a palmo, es rechazado al otro lado del río. La ofensiva suprema tendrá lugar en Navidad.

     Caída de Cataluña y fin de la guerra. El ataque, sostenido por aire, crea dos bolsas, explotadas por desbordamientos rápidos, gracias a las columnas motorizadas: es ya un nuevo tipo de guerra. El ejército republicano, sorprendido y mal pertrechado, tiene que retroceder o dejarse cercar. El 26 de enero, cae Barcelona. En febrero, se termina la campaña. Cuatrocientos mil refugiados pasan a Francia. El gobierno Negrín vuelve a Valencia, pero solo los comunistas le apoyan para continuar la lucha. Contra ellos se forma en Madrid una junta con objeto de negociar la rendición. Pero vencer la oposición comunista cuesta varios días de combate. Franco puede hacer ocupar Madrid el 28 de marzo. Es el fin de la guerra.

    

LAS CONDICIONES DE LA GUERRA

Este paso de una guerra de motines, de columnas y de guerrillas a la guerra más moderna, dependió de condiciones a la vez militares y sociales, españolas e internacionales.

     En el campo insurrecto, como las tropas de choque no eran suficientes, hubo que movilizar y hacer oficiales a todos los jóvenes de las clases acomodadas. No obstante, sin material, sin marina y sin industria, la modernización de la guerra, que dio la victoria, no hubiera sido posible sin la ayuda extranjera.

     Los republicanos disponían de masas de hombres entusiastas, de la marina y de las regiones industriales. En una guerra española de tipo antiguo, su superioridad hubiera estado asegurada. Pero a condición de ganar tiempo para reorganizar un ejército. Los oficiales eran sospechosos, incluso los que habían permanecido leales, y la juventud instruida poco segura. Hubo que obtenerlo todo del entusiasmo de los militantes. Y en primer lugar vencer en ellos el mito anarquista de la «indisciplina» («milicianos sí, soldados no»), que impidió durante largo tiempo la movilización y el mando único. Los ejércitos del comienzo son una curiosa floración revolucionaria. Desde que hubo un frente verdadero, fue necesaria otra cosa. Los comunistas hicieron el mayor trabajo de organización: regimientos modelo, escuelas de oficiales, apoyo otorgado a los asombrosos generales populares que España suscitó una vez más, como un Líster. Los resultados se dejaron sentir un poco tarde, bajo el gobierno de Negrín en 1938, cuando las buenas tropas estaban desgastadas, la retaguardia mal alimentada y Cataluña, aislada, incapaz de proporcionar un material moderno contra el que, venido de fuera, cambiaba el aspecto de la guerra.

     La intervención extranjera había dominado la transformación. La Italia mussoliniana había intervenido teatralmente. Sus aviones aseguraron el paso del estrecho a Franco. Mallorca fue controlada. Las «flechas negras» se hicieron presentes en Málaga, Guadalajara, en el norte, en Tortosa, y en la última campaña. Setenta mil «voluntarios» eran pagados a medias por Franco y por Mussolini. La ayuda hitleriana, más discreta, fue también más egoísta, de tipo técnico y controlada siempre por alemanes; los técnicos de enlaces, de la radio, de la DCA, de la aviación fueron a España a practicar, por períodos de seis meses, convocados secretamente. En 1940, los aviadores alemanes contarán sus victorias en España en sus hojas de servicio. La campaña de Cataluña fue, desde el punto de vista técnico, la necesaria experiencia motorizada antes de las campañas de Polonia y Francia.

     En el otro campo, solo se habló del apoyo ruso: envío de técnicos (poco numerosos) y de material rústico, pero abundante y sólido, envío sin embargo dificultado por los intermediarios y las distancias. Al principio, los republicanos contaron más con Inglaterra y Francia. Pero el sistema Chamberlain y la influencia de grandes intereses en Inglaterra, y una verdadera guerra civil moral en Francia, condujeron por un lado a la ineficaz construcción jurídica de la «no intervención», y de otro lado a una lucha entre propagandas, órganos políticos, comercios disfrazados y tendencias contradictorias de funcionarios. Los republicanos pudieron reclutar voluntarios y adquirir material (no sin intermitencias), pero de ningún modo compensar la masiva intervención ítalo-alemana. La España de 1936, como la España de 1808, se convirtió en el centro de las pasiones y decepciones del mundo. Por esto mismo es difícil escribir su historia. Solo intentaremos aquí situar cada una de las dos Españas frente a los grandes problemas que este libro se ha esforzado en plantear, distinguiendo todo lo que sea posible entre vocabulario y psicologías, legislación y realidades prácticas.

    

LA EVOLUCIÓN INTERNA DE LAS DOS ESPAÑAS (1936- 1939)

Evolución política. El problema político de cada campo (pero dominado por las necesidades de guerra, el estado de los recursos y las actitudes extranjeras) fue reconstituir los poderes, conciliar las tendencias renovadoras con las viejas fórmulas.

     En la zona republicana se produjo, el 18 de julio, el estallido de poderes, clásico en España.

     En Aragón y alta Cataluña se renovó la experiencia «cantonalista» de 1873. El gobierno catalán, ante la fuerza obrera armada, respaldó una revolución sindicalista (no marxista), entregada de hecho a las iniciativas locales. En Madrid, y luego en Valencia, donde la masa popular era comunista o socialista, Giral quiso salvar la legalidad, y Largo Caballero quiso más tarde realizar una coalición revolucionaria. Después de diversos tanteos, la voluntad de fundar una autoridad se encarnó en un hombre nuevo, el profesor socialista Negrín, apoyado en las organizaciones comunistas que ganaban terreno por su disciplina, su acción de guerra y el prestigio de la ayuda rusa. Las etapas de esta evolución fueron la batalla de calles contra un movimiento izquierdista barcelonés, en mayo de 1937, la instalación de Negrín en Barcelona en septiembre del mismo año, y el proceso del POUM (comunistas disidentes). La disciplina triunfó cuando los recursos se agotaban. Después de la caída de Cataluña, Negrín fue derrocado en Madrid por una coalición de moderados, anarquistas y jefes militares.

     Sin duda alguna, los antifascistas habían sufrido las consecuencias de su desunión.

     El «movimiento» fue más fácil de conducir políticamente. No es que comprendiese menos diversidad de elementos. Pero las masas conservadoras aceptaron la autoridad del clero y del Ejército, mientras que las disensiones de los de arriba les eran desconocidas. El general Franco, promovido al primer puesto por la desaparición de Sanjurjo, Calvo Sotelo, José Antonio, y más tarde de Mola, tuvo la suerte de encontrarse en una encrucijada de tendencias, y la habilidad de saberse mantener en ella. Entregando la propaganda y numerosas responsabilidades locales a los jóvenes fascistas, tranquilizó a la Iglesia, a los tradicionalistas y a los propietarios y, sobre todo, preparó el dominio del Ejército. Tardó mucho tiempo en poder definir el régimen.

     En octubre de 1936, una clásica Junta de Defensa cedió el puesto al «generalísimo» Franco y a su Junta Técnica. Las negociaciones para llegar a un «partido único» duraron hasta abril de 1937. Dicho partido recibió un título complejo: Falange Española Tradicionalista y de las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalistas (FET y de las JONS). En agosto de 1937, Franco unió el título de «Caudillo» al de jefe del Estado. En enero de 1938, la Junta se convirtió en Gobierno. Pero las leyes orgánicas del régimen serán elaboradas después de la guerra. Las crisis (eliminaciones de carlistas y de falangistas intransigentes) permanecieron secretas.

     La fuerza de Franco consistió en que, tanto en el interior como en el exterior, la coalición, contrarrevolucionaria conservó su solidez. Pese a algunos escrúpulos doctrínales, la Iglesia se amoldó a la acción fascista, y el capitalismo extranjero sostuvo a Franco financieramente. Contando con estas protecciones morales y económicas, el régimen ocultó la brutalidad de sus métodos internos, y preparó un doble juego internacional.

     Represiones y «terrores». – Sería absurdo subestimar las violencias cuyo recuerdo domina aún todas las reacciones del español medio. Terribles en el campo «rojo», por desordenadas; terribles en el campo «blanco» porque se ejecutaban en orden y cumpliendo órdenes. Dichas violencias han dado lugar, sin embargo, a juicios que frecuentemente es útil revisar.

     No hay que olvidar que ciertos aspectos de estos acontecimientos son específicamente españoles. Hubo sacerdotes que bendijeron los peores fusilamientos y multitudes que persiguieron a los religiosos hasta la tumba. Es el choque de una religión y una contrarreligión que han bebido en las mismas fuentes sus nociones de la muerte y del sacrilegio, conservadas desde el siglo XV bajo la campana neumática de la Contrarreforma, y en lucha contra un instinto de liberación. Caprichos de Goya, agonías de Unamuno, películas de Buñuel; España libra siempre contra su pasado una batalla íntima, ansiosa, con crisis violentas.

     Por otra parte, hay ciertas cifras que exigen una crítica. Se ha hablado de un millón de muertos, de veinte mil religiosos que encontraron la muerte, de «terror» en masa. El espejismo es evidente; hablando de las ejecuciones franquistas en Zaragoza, tres aragoneses me han dado las cifras siguientes: ¡cinco fusilados, catorce mil víctimas, treinta mil por lo menos! Los cálculos demográficos inducen a creer que las pérdidas de la población española debidas a la guerra civil serían de unas quinientas sesenta mil personas, incluyendo en ellas las víctimas de combates y de bombardeos. Verdad es que la crítica de las cifras no debe hacer pensar que la impresión psicológica fuera menos intensa; y esto es lo que vale como factor para el porvenir.

     El efecto psicológico del «terror rojo», incontrolado, espectacular, que recaía sobre personalidades conocidas, no será despreciable: el régimen lo explota diariamente por medio de la prensa, las conmemoraciones y los hábitos de vocabulario. Sin embargo, hoy en día, la opinión no toma en menos consideración el terror ejercido por el «movimiento»: iniciativas falangistas o represión militar. Este terror se desató brutalmente desde los primeros días, por simples delitos de opinión, sin mayor moderación que la represión popular; además, ha durado mucho más tiempo que la sacudida revolucionaria; siguió a los ejércitos en su avance y ha sobrevivido a la guerra. Por esa razón, muchos adversarios de la violencia no han podido adherirse al régimen de Franco. Y el espectáculo de las prisiones y campos de concentración, y de la presión moral sobre las víctimas, está aún vivo como testimonio.

     Pese a todo, el fondo de los acontecimientos no reside ahí. Se trata de una crisis nacional y social, tan unánimemente reconocida en 1936, que los dos campos invocaron la defensa patriótica y la voluntad revolucionaria. Queda por saber lo que este vocabulario único encubre de diversidad en las intenciones.

     El problema nacional. La reacción de los catalanes y de los vascos fue psicológicamente «nacional», en el sentido que el espíritu de grupo fue capaz de aglutinar a católicos fervientes con vehementes militantes anticlericales, y que, si en las dos comunidades hubo grandes burgueses que olvidaron su pasado «nacionalista» por la lucha de clases, fueron considerados como «traidores», lo que vinculó aún más los sentimientos regionales a la defensa democrática. Esos sentimientos reanudaron la tradición federal, la menos alejada de la psicología anarquista. Y el comunismo, por su parte, aceptó apoyarse en todo patriotismo regional verdaderamente popular, en la medida en que no obstaculizaba, sino reforzaba, el combate.

     Por otra parte, la intervención ítalo-alemana se hizo odiosa en toda la zona republicana, como atentado simultáneo a la libertad y a la patria. Se oyó a oradores anarquistas que invocaban 1808 y la Reconquista. Se habló de frente nacional. Desde Giner, los intelectuales sabían mezclar la tradición española con la voluntad de renovación. Desde Antonio Machado a Alberti, Altolaguirre, Miguel Hernández, los poetas ofrecieron al pueblo en guerra romances, sátiras y canciones, con tanta más emoción cuanto que el más grande de ellos, uno de los poetas más asombrosos de todos los tiempos, Federico García Lorca, ejecutado en Granada, había sido una de las primeras víctimas del movimiento militar. Se exaltó la tierra de España, su arte y su historia, por las oficinas de educación y de propaganda. Los clarividentes contaron con un nuevo patriotismo, ligado a las aspiraciones populares y carente de hostilidad a la personalidad de las regiones, para resolver la crisis de España como nación.

     El «nacionalismo» del campo adverso fue muy diferente: unitario, ante todo, también se proclamaba expansivo. Falange y las JONS confiesan tomar del fascismo la mística de la Unidad. Pero la Unidad se entiende, sobre todo, en España, contra los nacionalismos locales. «Todo separatismo es un crimen que no perdonaremos», dijo la Falange, esperando cristalizar así el único temor verdadero del cuerpo español: la disociación. Sin embargo, para condenar a catalanes y vascos, hace falta eliminar de la palabra «nación» el sentido romántico, el sentido mistraliano de comunidad espontáneamente sentida. Como la grandeza de España reside en la historia, la nación será, pues, una «unidad histórica». A condición (puesto que «histórica» podría significar «cambiante») de atribuirle una «finalidad», una «unidad de destino», «permanente, transcendente, suprema». Su garantía será el orgullo de casta, equivalente español al orgullo de raza nazi. El español hidalgo y caballero cristiano vale por su «estilo de vida», que dicta el «imperativo poético». He aquí otra de las conclusiones de las corrientes literarias de rehabilitación del Quijote, y del «casticismo» místico y guerrero.

     En dicho aspecto este «nacionalismo» es poco accesible a la masa. El partidario más corriente del franquismo obedece a más viejos hábitos del espíritu: tradición campesina, patriotismo de oficiales colmado por el retorno a la bandera bicolor y a la Marcha Real, confusión (estimulada por el clero) entre religión y patria, triunfos fáciles de intelectuales conformistas que se alimentan del arsenal erudito del historiador americano Pereyra o de Menéndez Pelayo. La propaganda pasa también rápidamente del nacionalismo inquieto de José Antonio, que invitaba a levantar a España, «esta ruina física», «por el camino de la crítica», a un tono de vanidad satisfecha, en el que el cliché histórico, «el tópico», sirve de argumento favorito.

     Por otra parte, la Falange había anunciado un sistema activo, «imperial», reivindicando Gibraltar, Tánger, el Marruecos francés y la dirección del «eje hispánico», contra el panamericanismo anglosajón. En tiempos de los éxitos alemanes, todo eso pudo ilusionar. Cuando la suerte obligó a la diplomacia y a la propaganda españolas a disimular primero, y luego a sumarse aceleradamente a las «democracias» tan despreciadas anteriormente, este nuevo fracaso de los primeros principios privó a los integrantes nacionalistas de la ideología del régimen del valor dinámico e impulsor que se les había querido atribuir. Las campañas contra otros españoles (exiliados, autonomistas), contra Francia «enemiga de la tradición» y contra una lejana Rusia, buscaron ―al parecer en vano― devolverle la perdida fuerza.

     El problema de la transformación social. ¿Saldría un cambio social profundo del conflicto sangriento? La conmoción fue inmediata en la zona republicana. No es que no hubiese conservadores entre los republicanos. Pero, lo mismo que el pronunciamiento frustrado de 1932 había traído la única medida radical de la República en materia de reforma agraria, se aceptó la idea de que la reacción contra la sublevación del 18 de julio conduciría a una revolución del cuerpo social.

     Los comités obreros intervinieron las empresas, los ayuntamientos y sindicatos, los grandes servicios públicos. Los campesinos ocuparon las tierras o dejaron de pagar los arrendamientos. La FAI y la CNT hicieron en Aragón y Cataluña experiencias «libertarias» aisladas, reanudando a veces las fórmulas del viejo «colectivismo agrario». En octubre de 1936, un decreto de la Generalitat sancionó una colectivización muy amplia de la industria en Cataluña: era obligatoria para las empresas de más de cien obreros, a petición del personal para las empresas medias (de 50 a 100 obreros), y aplicada automáticamente a toda empresa en caso de abandono o de responsabilidades políticas del propietario. Un comité económico debía asegurar la planificación.

     En el resto de la España republicana, las medidas importantes fueron las referentes al mundo agrario. Un decreto de octubre de 1936 sistematizó las medidas generalmente ya aplicadas por los campesinos: expropiación por responsabilidades políticas o por fuga, reparto de las grandes propiedades. Las comunidades eran libres de elegir entre la explotación individual o la colectiva. En mayo de 1938 se dieron las cifras siguientes: 2 432 202 hectáreas expropiadas por abandono o responsabilidades políticas, 2 008 000 por utilidad social, 1 252 000 ocupadas provisionalmente y sujetas a revisión. El Instituto de Reforma Agraria elaboró un programa de créditos, intervención técnica, plan de cultivos y mecanización que no tuvo tiempo de aplicar. En Andalucía y Extremadura, la agricultura sufrió a causa de la falta de medios y de experiencia de los campesinos. Las regiones de cooperativas, de pequeña propiedad y pequeños arrendamientos mantuvieron la producción. El problema consistió en la organización de la intervención exigida por la economía de guerra.

     La actitud de los partidos y de los sindicatos frente a todas estas novedades había sido diferente. Los comunistas, estimando que la victoria era la condición de la revolución, subordinaban todo a la guerra, se negaban a atacar la pequeña propiedad y denunciaban las colectivizaciones inútiles. Los anarquistas y comunistas disidentes, estimando que la revolución total era condición de victoria, llamaban traición a toda limitación de sus primeras experiencias. Estudios recientes han puesto de relieve el interés y los resultados positivos de algunos intentos. Ninguno de ellos dejó huella permanente, pero la necesidad de un cambio profundo en la estructura de la sociedad española había sido afirmada.

     Dicha necesidad aparecía con suficiente claridad en 1936 para que el pronunciamiento, cuyo programa era negativo, se creyese obligado a adoptar, una vez lanzado a la acción, los veintiséis puntos falangistas, versión española del pensamiento fascista, con su condenación teórica del orden establecido, que había aterrado tiempo antes a los moderados.

     «Repudiamos el sistema capitalista.» «No es tolerable que masas enormes vivan miserablemente, mientras que unos cuantos disfrutan de todos los lujos.» España será «nacionalsindicalista», término que permite imitar al nazismo sin copiarlo, recordar la tradición gremial española, y finalmente coquetear (por una tendencia opuesta a la de 1923) con el anarco-sindicalista, «el hombre de la pistola en la gabardina», «más español» que el marxista «materialista» y disciplinado, que se convierte esta vez en el enemigo número uno.

     ¿Se trata, en realidad, de una doctrina económica precisa? Las fórmulas son vagas: «corregir los abusos del capitalismo», no conceder «la menor consideración» a los no trabajadores. Y la psicología es contradictoria, en ciertos puntos: «sindicato de productores» parece definir una sociedad fundada en el trabajo; pero también se repite, siguiendo a José Antonio, que dicho fundamento es materialista, antiespañol y anticristiano (el trabajo es castigo y no mérito; es el sentido religioso-militar lo que debe informar la vida).   

     Sin, duda, se denuncia al señorito, al desocupado de buena familia. Pero este combate respondiendo al llamamiento de casta. Se le condena como señorito y se le exalta como hidalgo. ¿Cómo ver en su combate defensivo la garantía de una revolución? Al glorificar a la vieja España por haberse «rehusado» a las revoluciones de los siglos XVI y XVIII, la «nueva España» se confiesa implícitamente contrarrevolucionaria y nadie duda de que así lo sea. La masa que se alinea tras Franco, a despecho del vocabulario de la Falange, es la misma que votó en febrero «contra la revolución», por instinto de conservación o por tradicionalismo.

     También Franco, sin dejar de aceptar para sus fines el dinamismo falangista, emplea primordialmente fórmulas más moderadas: «justicia social», «enseñanzas de la Iglesia», «ni un hogar sin lumbre, ni un español sin pan». En 1938, una vez fundada la unidad del Partido, promulga por fin un «Fuero del Trabajo», que merece algunas observaciones.    

     La palabra «fuero» es una concesión a la moda «historicista» y al tradicionalismo. Verdad es que se trata de un empleo abusivo. El «fuero» medieval era un contrato expreso entre una comunidad y una autoridad precisas; el nuevo «fuero» es una declaración de derechos, privada de toda sanción. Por otra parte, el «Fuero del Trabajo» indica neto retroceso con respecto al programa de la Falange. Sus promesas sociales son modestas (vacaciones, seguros, salario mínimo familiar). Y si se habla de hacer de la nación un «sindicato vertical» bajo la jerarquía del Partido, el párrafo agrario es sacrificado. Al contrario del fascismo italiano, inspirado por la gran industria y más libre en materia agraria, el fascismo español se muestra dispuesto a fiscalizar la industria (la patronal catalana y la vasca siguen siendo sospechosas), pero teme irritar los intereses agrarios.

     En cuanto a la obra práctica realizada en el transcurso de la guerra, presenta diferentes aspectos. En primer lugar, la reacción contra la obra del Frente Popular: salarios que retroceden al nivel de febrero de 1936, tierras devueltas a los propietarios (los campesinos instalados de antiguo y no sospechosos pueden quedar como arrendatarios), indemnizaciones a las personas afectadas en sus bienes por hechos políticos. Por otra parte, las costumbres de hecho preceden a la legislación: como la intervención (más política que económica) de los sindicatos falangistas en las empresas. Inversamente, se adoptan medidas legislativas que no son aplicadas: seguros sociales, expropiación de tierras dejadas sin cultivar. A esto hay que añadir la obra económica de la guerra, que puede tener trascendencia para el porvenir: distribución fiscalizada de las materias industriales, Servicio Nacional del Trigo que impone las superficies a sembrar y adquiere toda la cosecha, por intermedio de un sindicato agrícola único. El más visible esfuerzo social fue también obra de las circunstancias: reconstrucciones, ayuda a las víctimas de la guerra y Auxilio Social, que intenta detener la miseria más ostensible mediante una espectacular campaña de caridad. Verdad es que la institución de caridad como remedio social respondía a una tradición, que constituye a menudo el fondo de la concepción social de las clases ricas españolas; y si la Iglesia manifestó sus reservas sobre este particular fue porque la movilización de la caridad femenina presentó un aspecto exterior más hitleriano que tradicional.

     En resumen, la guerra, lejos de desatar la «revolución» anunciada por el vocabulario de los falangistas, no supuso, en zona nacionalista, ningún cambio profundo en la estructura de la sociedad. Por el contrario, las castas dirigentes ―clero, Ejército, juventud rica asociada al Partido, a los cuadros militares y al Auxilio Social― se impusieron de forma decisiva, sin que ninguna fórmula económica nueva entrase en la realidad de los hechos. ¿Ocurrió lo mismo después de la victoria?

 

Pierre Vilar, Historia de España, 10a. edición, Editorial Crítica, Barcelona, 1980, pp. 142-158.

 

    

 

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