La crisis del eros

 

CONSTANZA MICHELSON

 

 Una de las heridas que el psicoanálisis provocó al ego del hombre, es la idea de que el deseo no es lo mismo que el querer.

     Lo que queremos es del orden de lo consciente, viene desde el yo. Y supone una especie de coincidencia con uno mismo. «Yo quiero», decimos, enfatizando la proveniencia de tal anhelo. En ese sentido el querer es orgulloso y obliga a un camino determinado. A veces nos quejamos de que no sabemos lo que queremos. Y lo padecemos. Algunos, incluso se angustian y buscan ayuda, pagan para que alguien los ayude a buscar ese saber que suponen existe dentro de ellos.

     El deseo, en cambio, es trastorno. Es lo que nos saca del eje del yo. Es la fractura de lo inconsciente en la subjetividad. Por ejemplo, hace poco me despidieron de un trabajo. Yo no quería ser despedida, pero se encendió una maquinaría en mí: los días siguientes solo podía hablar del tema, incluso me hizo soñar en la noche. Ustedes tampoco querían saber de mis desgracias, al menos no leen esto con esa intención. Pero ahora quizá desean saber por qué perdí el trabajo.

     El deseo es eros, es lo que pulsa, porque obliga a salir de lo uno hacia lo otro. Es lo que ocurre cuando en terapia, alguien cree que va a buscar encontrarse con lo que «realmente quiere», pero ante esa pregunta, ese vacío del Yo, solo puede hablar de otros: quién es para los demás, se siente querido o no, cómo fue marcado. De eso se habla en un diván, bajo el semblante que sea, se habla siempre de amor. De nuestro lugar en ese difícil atolladero.

     Por lo tanto, el deseo no es exclusivamente algo que apunte a la genitalidad, como se piensa muchas veces desde el lenguaje común. Hay deseo sin sexo y, por cierto, sexo sin deseo.

     Tampoco es necesariamente placentero. Por el contrario, el deseo genera una tensión. Cuestión que se puede vivir de distintas formas. Algunos se ven desafiados y se motivan, otros, se inventan obstáculos para que el deseo se eleve a las nubes como decía Freud, mientras que hay quienes se asustan con el deseo y prefieren controlar toda situación abierta que pueda generarlo. Otros, se retiran del campo de todo deseo, y simplemente dejan de desear: la depresión es el nombre de ese lugar y por eso huele a muerte, a tánatos.

     Aunque el psicoanálisis ha permeado la cultura ―muchos aceptarían que existe una parte de sí inconsciente― actuamos como si no eso no fuera así. Estamos permanentemente intentando hacer coincidir nuestro querer, el voluntarismo, con el deseo. Aun cuando nos creamos libertarios. Intentamos acogotar el deseo en algún contenido, pero el deseo siempre se resiste, no se agota en ningún guion. ¿Cuántas veces no hemos quedado con cierta desazón, tras alcanzar algo tan anhelado y verificamos que no nos llena como esperábamos?

     Aunque tuviéramos la suerte de encontrarnos con el genio de la botella, no podríamos satisfacer todo nuestro deseo. Porque este no es un contenido, es una operación. El deseo es el deseo del otro, dijo el psicoanalista Jaques Lacan. Porque como animales humanos, nos subjetivamos desde otro. Somos el animal que nace más desvalido de todos y tal dependencia nos constituye. Por eso deseamos lo que suponemos que el otro desea, buscamos coincidir con algo con lo cual el otro tampoco coincide.

     Entonces el deseo es un látigo, un ¡auch!, una incomodidad que mueve, para bien o para mal. Eso lo hace virtuoso y maldito al mismo tiempo.

     Creemos que buscamos paraísos en la vida. De ahí la tremenda industria de la felicidad. Pero cada vez que alcanzamos un paraíso, nos comemos la manzana para salir de él. Para tener una historia. El mito del origen de la historia es de la expulsión del Uno totalitario del paraíso, al mundo de la falta, al de la salida hacia lo Otro.

     El deseo entonces, se cuenta como una historia: el dolor, la pasión, la ideología, están llenas de intrigas, personajes, etc. Las cosas no se viven al desnudo, se envuelven en relatos. La Historia con mayúscula es la historia de deseos, los hechos están lejos de ser eventos asépticos.

     El deseo empuja a vivir, pero duele.

     El programa del principio del placer, es decir, de la tensión cero, no se cumple en el ser humano. Dicen que una de las amenazas del proyecto de llevar gente a Marte, es el aburrimiento. Vivir sin historias, mata.

     Sociedad de control. ¿Está eros, el deseo, en crisis? Siempre lo ha estado probablemente, porque la fantasía del ser humano es la del control. La omnipotencia humana sueña con manejar toda incertidumbre. Y cuando ese anhelo se transforma en programa político, hablamos de fascismo.

     Pasolini en una carta a su amigo Franco Farolfi en 1941, escribe sobre una imagen de Dante. Dice que la luz del paraíso de la Divina Comedia, le parece tan totalitaria como la oscuridad absoluta del infierno. El imperio, por ejemplo, es uno de esos paraísos demoníacos, tan luminoso que encandila. Rescata, por el contrario, las pequeñas lucecitas que Dante describe en su infierno: las luciérnagas. Luces que son un chispazo en la opacidad. Toma la imagen del loco que baila en el callejón entre los tanques. En esa danza, aún hay vida, hay resistencia. Hay hombres-luciérnaga, ideas-luciérnaga, que aun en el peor momento son una fuente de erotismo, de invención.

     En 1975, Pasolini vuelve a escribir sobre esto en «El artículo de las luciérnagas», pero para decir, paradójicamente después de mayo del 68, que las luciérnagas habían desaparecido. Plantea que ha aparecido un fascismo inesperado y muy distinto al de Mussolini.

     De lo que está hablando es de lo que Foucault nombra como el paso de la sociedad disciplinaria a la sociedad del control. En la primera, el ejercicio del poder opera como lo conocemos habitualmente, la imposición y opresión de uno más fuerte sobre otro. Frente a esa modalidad, existe el espacio de la rebeldía, de hacer caso en última instancia, pero resguardando un espacio personal de resistencia: hacer algo sabiendo que no se quiere. Mientras que la sociedad del control implica una adhesión voluntaria al poder. El sujeto se auto explota, consintiendo ideológicamente a lo establecido, bajo el supuesto de que es una opción personal.

      En la sociedad de control, aunque se base en promesas libertarias o contenidos nobles, su forma, obliga. Por ejemplo, hoy se fuerza un lenguaje lleno manierismos neuróticos, bien intencionado, pero asfixiante: el del «todos y todas». La felicidad, el sexo, la salud también son, estos días, parte de una ideología. Son prácticas de un cierto dispositivo de corporalidad: cómo llevar el cuerpo, los placeres y los dolores. Hay una dietética del alma.   

     La liberación también puede ser una luz cegadora del paraíso totalitario.

     Lo que hace difícil resistirse hoy, es que parte de la plusvalía en la auto explotación, también se la lleva cada uno. En la operación de «realizarse» o del éxito, uno también se lleva un tajadita de la ganancia. Nos deslomamos por «nuestro propio bien».

     En la sociedad de control hay que nombrarlo todo y apelar a la transparencia. Se teme la opacidad, los grises, los matices, los malos entendidos. Todo eso que es el espacio del deseo. Nos llenamos de protocolos, como los médicos que, ante la posibilidad de correr algún riesgo, nos obligan al infierno de los exámenes, aun frente a un resfrío. O, por ejemplo, algo que parece broma, pero no lo es: las aplicaciones en el teléfono para el consentimiento sexual. Una especie de contrato virtual, para que quede del todo claro que ambas partes quieren tener sexo. Nos enfrentamos también a la locura de la identidad, donde todo goce o forma de vivir toma un nombre, estereotipándose. Estamos en la era del cliché, pero con los colores de la diversidad.

     El mercado de la autoayuda quizá sea el síntoma del terror a vivir sin un manual. Todo es control. No vaya a ser que se nos aparezca el deseo.

     ¿Qué queda? ¿Y qué pasa cuando se obtura a eros? Pues aparece tánatos. Y este aparece disfrazado de paraíso: el fin de las contradicciones, el fin de la historia, en el fondo, el fin del deseo. ¿No ofrecen eso los totalitarismos y la ideología?

     La cultura hoy puede ser doble vincular. Me refiero a ese concepto de la psicología que describe la locura provocada por la contradicción que no se puede nombrar. Cuando las formas de las cosas van en dirección contraria a los contenidos explícitos. Estamos en una sociedad libertaria, pero que obliga a vivir de modo aséptico y rígido desde el punto de vista del deseo.

     ¿Pero se acabaron las luciérnagas?

     Didi-Huberman se pregunta por el pesimismo de Pasolini, y cuestiona el goce mortífero por el apocalipsis. Propone «organizar el pesimismo» (Benjamin) y estar atentos a las luces de deseo. Quizá para ello hay que apagar un poco la luz, para ver su brillo. Así no quedar ciegos ante el resplandor del saber técnico, del manual de autoayuda, del neolenguaje progresista. No todo el cuerpo se puede poner bajo la luz, verlo todo es obsceno y la carne es triste. Mientras que, en los intersticios de los saberes, más allá de las definiciones, encontramos el amor, el humor y la amistad. Encuentros que se inventan en cada contingencia. Eros encuentra sus formas. Eros resiste.

     Una última imagen.

     Cada decisión del memorial de Auschwitz, es una cuestión moral. Ahí hay restos de pelo humano. Frente a la pregunta sobre conservarlo o no, se decidió no hacer nada. Para darle el peso de la decisión ética a las generaciones que vienen. Para que tengamos que hacernos cargo de que el mal existe y no se borra sacando cuadros políticamente incorrectos de los museos. La historia no se puede borrar, el llamado es a que cada generación se haga cargo de lo que nos incomoda. Para no higienizar la historia con discursos ni museos frígidos.

    

    

    

    

    

   

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